Deberíamos quedarnos chiquitos, con la cabeza enorme. Deberíamos dejar de crecer a los dos o tres meses y ser una civilización diminuta, de masticaciones y gritos y trozos de tarta de cereza diminutos. Deberíamos fumar cigarrillos del tamaño de la muela de un mosquito y mirar cómo nos entran enteros nuestros puños en la boca. Deberíamos criar pulgas y enseñarles a que nos den las patas, se acuesten y nos traigan juguetes tallados en briznas de hierba.
Pero no somos de hacer lo que deberíamos. Admitámoslo: somos más bien porfiados, pretenciosos. Y por eso nos hacemos altos, y tenemos perros que muerden nemáticos y rebozamos la cebolla en harina y huevo para masticar anillos salados con la boca abierta. Miramos por encima del hombro de todas las sorpresas.
Si al menos pudiéramos parar a los seis, a los siete. Habría más superhéroes, menos defensores de las libertades individuales.