La historia parece complicada, pero es perfectamente simple, y lógica.
Tenemos un pato homosexual despechado que se volcó de manera compulsiva al estudio del arte del tejido. Se había arraigado en el la idea de dominar la industria textil y, de esa manera, estancar las modas y producir una parálisis destructiva en el avance de la cultura homoerótica.
Tenemos a su brazo armado, su fuerza de choque, un perro con trastornos esquizofrénicos que se adhiere a cualquier plan relacionado con la posibilidad de imponer en el mundo el caos y el desconcierto. El perro cree que ese es el único modo de lograr un acercamiento a lo sagrado.
El pato es la pericia fina, el cerebro; el perro, la fuerza.
Para imponer el orden tenemos al ex novio del pato: un policía honorario con el coeficiente intelectual de una palta, compensado por una osadía iresponsable y una violencia sexual exacerbada que lo impulsan a tomar decisiones arriesgadas.
En esa lucha entre el bien y el mal hay mujeres buenas y malas que intentan tomar provecho de la situación; aprovecharse de las debilidades de uno, de la incontinencia sexual de otros; canalizar tanta fuerza en beneficios pragmáticos y palpables.
Pero nadie les da bola. Es una cuestión de hombres, de patos, de perros y putos. No hay racionalidad. No hay lugar para las mujeres. Ni madres, ni prostitutas.
Es lógico, entonces, es simple. El pato sigue tejiendo; el perro a veces muerde al policía, otras, el policía lo convence, lo lleva a su casa y pasan noches de amor memorables.
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